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domingo, 1 de mayo de 2011

Arte / facto #11





Dicen que el primer acto reflexivo de un animal fue el acto de oler.

Y de repente, el organismo se hizo consciente de que había cosas que no encajaban.

Las feromonas son trozos de moléculas suspendidas en el aire, que encajan o no, con nuestras propias moléculas, olfativas y no olfativas.

Huellas o señales, conscientes y no conscientes.

Si encajan, nos movemos hacia ellas y se convierten en creencias: aquello que repitiéndose, nos lleva a nuestro fin querido. Y a nuestro querido fin.

Si no encajan, nos movemos en otra dirección, o no.




Pero el acto de oler hace tiempo que fue desbancado por el acto de ver. Aunque en esencia es lo mismo: se trata de comprender.

Se trata de sintetizar y enlazar. De dividir y sumar.

Separar para unir. Y unir para separar.

La identificación entre congéneres se deslizó hacia un mundo simbólico ambiguo y puramente conceptual. Tal vez como siempre ha sido .-)

Así se logra -dicen- evitar los peligros de la irreversible realidad. Conservación de energía.

Y la manera biológica de transmitir la información comenzó a multiplicar sus fuentes. Mundos paralelos representados e interconectados.




Pero para que este flujo signico pueda continuar, ha de haber unos cortes que permitan a esos signos -trocitos de códigos-, mutar para poder expandirse por el espacio y el tiempo adecuándose a sus circunstancias.

Es en esos cortes donde puede producirse el error. Y donde las creencias pueden ser superadas por los errores. Siempre que se potencien los segundos y se devaluen los primeros -casi siempre involuntariamente-.

Descubriendo así otros sentidos para nuestros actos.





En ese flujo de signos encadenados, ahora al parecer, se está produciendo un corte mundial.

Estamos dando un salto. Pasando del discurso a la mirada.

De la producción del sentido al desafío de la seducción.

Seducción instantánea de la imagen. Y vértigo del sin sentido aparente.

Desorientación y éxtasis de un movimiento circular acelerado. Centrífugo.

Obligación de respuesta automática y disipación de energía.

Pero obviamente nos estamos dando cuenta.

E intentamos relflexionar como podemos.






El hecho es que están cambiando las creencias.

Y una revolución silenciosa llega de la mano de los reflexivos visualizadores del mundo.

Aquí, en China y en el Japón de los hikikomori.

Una revolución visual visceral que está desbancando a la meritocracia del sentido. Desacreditándola. No evidenciendo ya su contrasentido, sino su sin sentido.

Imponiendo ante la plusvalía del mercado, una plusvalía de la imagen, con su ilimitada y metamorfósica capacidad productiva y libidinal.

Una bomba sígnica -estética y holística- lista para su expansión y su reproducción.

Trozos de códigos esparcidos como feromonas, con nuevos deseos de creencia en su repetición. Y sobre todo en su mutación.





Y lo irónico de esta revolución es que no ha sido promovida por nadie.

Está ocurriendo debido a la gran fuerza viral que un trocito de código ambicioso ha conseguido desarrollar: la moda, la tendencia, la masa, la indiferencia.

La, el, las, los: artículos determinados -en singular o en plural- que nos quitan libertad y nos dan seguridad. El trocito de código que ya no puede mutar.

Mientras que el resto de trocitos de códigos son llevados a la precariedad, mutando constantemente por su supervivencia.

Y es que el gran error siempre es viral. Quizá como la vida misma. No sé.

El caso es que muchos trocitos de códigos -que no encajan- se alejan, monitoreando el espectáculo tras una pantalla de simulación. Reflexión natural y camuflaje ancestral.

De tal manera que -como siempre-, los únicos que se atreven a bailar con el monstruo son los niños.




Claro está que no les queda otro remedio.

Porque cuando los signos no tienen espacio para mutar, sólo les queda saltar después de intentar bailar.

Convertirse en radicales libres o artistas. Condición potencial de todo ser vivo.

Aunque también se puede ser las dos cosas a la vez. Signos repletos de referencias y por ello indiferentes a las referencias.

Signos sin referencias, forzados a convertirse en productores de referencias. Empujados a saltar al vacío, en busca de otros signos con quienes poder construir algún sentido y así volver a bailar.

La pulsión de muerte como fuente de vida. La cínica ironía de la naturaleza y del sentido.

Y es que tal vez las catarsis, puede que sean los únicos caminos de la eternidad para todo aquel que quiere seguir viviendo, o que tal vez, todavía no haya nacido y necesite hacerlo -existencial y no existencialmente hablando (lo mismo me da que me da lo mismo)-.



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