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miércoles, 11 de julio de 2012

Nómadas

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domingo, 18 de marzo de 2012

Neoclásicos #7: José María Cuesta Abad



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José María Cuesta Abad
La escritura del instante. Una poética de la temporalidad

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La semana pasada me encontré con esta impecable conferencia del divo que nos ocupa hoy, el señor Cuesta Abad, y me ha encantado conocer la fisicidad de este pequeño héroe personal que, desde ya, incluyo en mi panteón personal de freaks ilustres: me encantan las pintas ortodoxamente nerd de este profesor de literatura, a mitad de camino entre el cantante de los Flechazos (nunca lo hubiese esperado: ¡¡¡Cuesta Abad luce un hairstyle mod!!!), un aristócrata venido a menos (hay que reconocer que su tono de voz, mayestático y como escuchándose, tiene algo de Grande de España) y un posmodernuki intentando entrar a codazos en la Academia: un cocktail explosivo que coagula en ese look de “repelente niño Vicente” que, francamente, encuentro adorable. Me encantan los personajes muy icónicos que, como cool-boy Cuesta Abad, lucen como un dibujo animado de sí mismos.



Humor aparte, entiendo que el tipo de intelectual que encarna pueda echar para atrás a muchos potenciales lectores, que probablemente renunciarán a la lectura de sus libros tras los primeros párrafos, intimidados por un estilo literario tan estridente como el suyo. En mi caso, sólo he terminado una de sus obras, y para ello he necesitado más de un año, retomándolo y abandonándolo una y otra vez, asfixiado por su uso casi circense del lenguaje pero volviendo siempre a él por lo inspirador y didáctico de su contenido. Sus estilismos, aparentemente gratuitos a tenor de su profusión de palabras que parecen salidas de las profundidades de los diccionarios más añejos, reman en contra de una mayor comprensión de sus tesis, porque la oratoria de este genial ensayista suena tremendamente pedante
… lo cual no me parece necesariamente mal, porque yo mismo redacto de un modo muy pedante generalmente, y de ahí mi simpatía por el personaje, que se ve abocado a la incomprensión por la dificultad de redactar en lenguaje claro y liviano ideas que son en sí opacas y pesadas: no sé si se podrían enunciar de manera menos correosa el tipo de contenidos que maneja Cuesta Abad, por lo que la pedantería sea quizás una característica inevitable en la producción de ese tipo de discursos, inexpresables nominalmente sin recurrir a tecnicismos muy dificultosos para el licenciado de a pie, mayormente cateto. “Pedantería” es un concepto muy latino, incluso muy español: tiene ese componente inquisitivo en sentido católico, de penalizar al que “habla diferente”, “hablara raro” y “se cree muy listo” y al que se presupone vacuidad de significación tras pirotecnias significantes autocomplacientes. El pedante nunca lo es en sí, sino en relación a un oyente que es el que le atribuye la pedantería. En mi caso, muchos escritores me parecen pedantes en el sentido de “déficit de significación frente al significante” , pero a buen seguro esa fiscalización de la pedantería se debe a mi incomprensión: alguien como Eugenio Trías me parece, por lo poco que le he leído, un pedante o falabarato (astuta y envenenada palabra gallega), pero quizás si profundizase más en su obra me parecería un genio. Quién sabe.


Lo que sí sé es que Cuesta Abad no es ningún pedante: sencillamente, el tipo de territorio intelectual en el que se maneja no se presta a redacciones más accesibles, y la severidad y puntillosidad de su retórica son condición indispensable para exponer con rigor un pensamiento tan lógicamente articulado como el suyo. “La escritura del instante” es de largo el más potente y solvente ensayo filosófico en español que me haya encontrado nunca, y una obra asombrosa que, en su parsimonioso movimiento circular alrededor de un par de conceptos, consigue iluminar su potencia poética hasta diluír el incómodo límite entre razón y emoción: se trata de un libro que homenajea, con matrioskas dialécticas hiperdensas que parecen redactadas en arameo, la belleza del pensar. Tiempo y metáfora, ausencia y puntos suspensivos: todo el libro orbita alrededor de esos conceptos, que terminan por instituir una única entidad, algo así como una “arqueología de la temporalidad poética” que salta de Aristóteles a Heidegger, de la hermenéutica a Derrida, hacia delante y hacia atrás y vuelta a empezar.
Como digo, al principio su lectura inspira recelo por esa redacción tan chirriante, pero a medida que van pasando las páginas y el discurso toma forma, uno se da cuenta de que cada palabra está en su sitio, que nada se dice gratuitamente, que su retórica es menos artificiosa de lo que podría parecer y que, bajo el aparatoso andamiaje academicista, laten intuiciones muy cálidas, muy poéticas e incluso, ejem, humanas (con perdón).



En principio, el tipo de aproximación de Cuesta estaría en las antípodas de las que suelen ser habituales en este y muchos otros blogs: las marys modernas vamos todas con la camiseta de Spinoza, mientras que Abad juega sin rubor en el equipo de los idealistas. Valientemente, no pide perdón cada vez que usa la palabra “metafísica”, y su redención de las categorías hegelianas son un “zas, en toda la boca” a muchos dogmatismos del materialismo de enfant terrible, tan tendencia hoy. “La escritura del instante” es de un asumido clasicismo, radical y resolutivo en sus abstracciones, autoconvencido de su concepción intra-literaria del pensar, y por tanto antitético del pragmatismo que se ha universalizado como el continente natural de la filosofía. Un libro como este es implícitamente un homenaje al “pensar por pensar”, lo cual a alguien tan místico y especulativo como yo le provoca una enorme simpatía.
Los curiosos por este genial ensayo pueden previsualizar algunas páginas aquí. Un texto magnífico y muy inspirador para todos los que quieran meditar sobre la poética del tiempo y sus huídas, ausencias, eclipses, palimpsestos. Reitero a despistados que la atmósfera general es de una pedantería Def Con Cero, pero en el fondo es un trabajo muy apasionado, redactado no sólo con rigor de erudito sino también, muy saludablemente y a hurtadillas, con frikismo nerd.


sábado, 17 de marzo de 2012

Neoclásicos #6: Cine de culto


Attack The Block
Joe Cornish, 2011

Todo el fuzz que ha rondado el estreno de esta peli como futurible clásico cool, me parece más que merecido, a pesar del recelo que suelen despertarme los trending topics y demás memes efímeros del inane twitter. Attack the Block va mucho más allá del caprichito marymoderno para geeks que nos han vendido, y sobran motivos para considerarla una de las grandes joyitas de un cine teen contemporáneo que parecía en caída libre. Primero, porque su glamourización del malote poligonero anglo es más que respetuosa, efectiva en la propuesta de una heroica no necesariamente cínica del orgullo territorial en una era en la que supuestamente las tribus se construyen más bien en redes sociales atópicas.
Sus icónicos protagonistas (una pandilla multirracial de malotilloss londinenes 100% grime) son un nuevo mito que añadir al animalario del pop contemporáneo, que últimamente y a tenor del status quo socioeconómico, está ofreciendo interesantísimas reformulaciones de la heróica popular: aquí, los héroes conforman una banda autosuficiente, guiada por un instinto de supervivencia forjado en mil batallas, necesariamente amorales, pero productores de sus propias construcciones de los afectos, las solidaridades y los territorios.
IMHO hay algunos peros en la construcción de los personajes: su uso de la telemática es muy inferior al de su equivalente actual (se nota que quien haya escrito el guión ya tiene sus años), y su orgullo de barrio es quizás demasiado pasoliniano para una época en la que todos queremos ser millonarios y terminamos por renunciar a nuestra estirpe por un plato de arroz. Cínica y posmoderna, su trasfondo es sin embargo idealista en su hagiográfica poetización de la juventud como el espacio natural de la épica y la amistad. Muy potente en lo iconográfico (el retrato de los porretas adictos a la playstation les ha quedado redondo; ¿quién no conoce a gente así?), contemporánea sin estridencias, "Attack the Block" saca los colores a J.J. Abrahms y Spielberg porque esta película es todo aquello que esperábamos que "Super 8" hubiese sido, y no llegó a ser. Ésta Sí es una buena actualización, obligadamente cafre, del espíritu que iluminaba el cine de John Landis o el primer Robert Zemeckis: la eterna ensoñación infantil de salvar el mundo y quedarse con la chica, sin más herramientas que el ingenio y la ayuda de la pandilla, el auténtico protagonista.



The House of the Devil
Ti West, 2009

Supongo que la versión más radical y acaso la única del célebre "simulacro" posmoderno, sea la reconstrucción literal del referente, la opción de una mimesis tan exacta que, en cuanto copia, llegue a igualar y superar el canon original. En ese sentido, "The House of the Devil" es una recreación de cierto cine de terror de los ochenta tan pasmosamente fiel a los films que homenajea, que se pierde el supuesto sentido de "homenaje" o "pastiche" y se convierte, desconcertantemente, en un clásico del horror ochentero... filmado en 2009.
Ti West, su brillante director, dejó al fandom alucinado con esta impresionante trampantojo retro, cuya milimétrica recreación del sabor aurático del viejo terror de VHS es de una mimesis casi enfermiza en su puntillosidad: no se trata ya de la música, el diseño de vestuario o los títulos de crédito (lo más cool que he visto en años), sino la textura del fotograma, los movimientos de cámara, el sentido del "susto", el subsuelo moral del guión... todo converge a la recreación de un tipo de cine ya extinto pero cuyo cadáver, al modo zombie, sigue convulsionando espasmódicamente, recorriendo el imaginario contemporáneo a modo de fantasmagoría.
Tras descubrir esta impresionante recreación milimétrica de las atmósferas de "Phantasma", "La noche de Halloween" o "El horror de Amityville", me metí un maratón contrareloj de la obra de Ti West, un director tremendamente prometedor que en cada una de sus pelis ofrece destellos de una capacidad iniguable para refigurar lo retro con un sabor propio, nada cínico ni paródico, que desconcierta por el hecho de que su aparente ingenuidad funciona como un juego no exento de perversidad. Mucho más comedido que otros estetas del grindhouse como Eli Roth o Robert Rodriguez, el suyo es un cine de una erudición técnica apabullante, que dinamita cualquier pretensión de discernir original de simulacro sin más criterio posible que el cronológico, donde lo nostálgico se radicaliza tan histéricamente que el sentido que pueda tener queda en un extraño limbo abierto a múltiples interpretaciones. Una película mágica para el que sepa leer sus intachables citas referenciales, la hilación de una estrategia hauntologica en la que lo retro asume como potencia estética su condición espectral, cadavérica.


Pontypool
Bruce McDonald, 2008

Si está leyendo esto algún gafapasta con orgullo de clase, informarle de que "Pontypool" es que yo sepa la única película de zombies cuyo macguffin está inspirado, agárrense, de la semiótica de Saussure y Peirce, y no de modo cómico ni académico (valga la redundancia) precisamente. Atrevidísimo crossover entre el cine de género más tirado (el plot es más viejo que el mundo: un pequeño grupo de supervivientes aislados en una habitación, en medio de una plaga global de no muertos) con los retruécanos de guión propios de quien ha estudiado filosofía continental, lo mejor de todo es que el film es disfrutable en modo palomitas como un extravagante y sofisticado divertimento pop, y al mismo tiempo, en modo arty, como modesta y genuína metáfora del poder enajenante de las palabras.
La acción transcurre íntegramente en un estudio de radio, donde un carismático locutor de provincias y su editora de sonido asisten en tiempo real (simultáneamente a la emisión de su programa) a la proliferación de un delirante virus zombificador consistente en... palabras. El agente de la deflagración son palabras infectadas, que colapsan la capacidad de raciocinio del oyente y lo transforman en un fogoso undead ávido de bulla y sangre. Dado que la acción transcurre como digo en un contexto radiofónico (de hecho, el guión es tan sonoro que podría perfectamente haberse formalizado en un programa de radio y no necesariamente una película), la analogía con el poder alienante de las palabras que nos llegan a través de los medios de comunicación está más que fundada.
Independientemente de estas ambiciosas figuras poéticas con un pie en el "Tratado de semiótica general" y otro en "La noche de los muertos vivientes", lo mejor de la película es (más allá de esta legitimación intelectual, nada estridente) lo logrado de su atmósfera, claustrofóbica y tenue, sutil en su ocultación de las sordideces charcuteras propias del gore zombiótico de garrafón. Elegante y con modestos apuntes autoriales, "Pontypool" marca un nuevo canon con el que medirse para todo aquel que quiera subvertir los géneros pop mediante la inyección de reflexiones filosóficas de calado, sin estridencias ni pedanterías. Ideal para los que tenemos en la carpeta de incoming del torrent una sección Ingmar Bergman y otra de lesbianas carcelarias.


The Turin Horse
Bela Tarr, 2011

Me ha parecido leer en algún lugar que con esta magnífica película Bela Tarr se despìde del séptimo arte: una pésima noticia de confirmarse, pues el genio que se intuía en todo su cine anterior alcanza aquí la perfecta depuración de un lenguaje siempre flirteando con el tedio. Las suyas son películas extremadamente lentas, parsimoniosas y ensimismadas, cuyo tremebundo impacto poético florece de la exposición del tiempo cronológico a escala micro: los chispazos de belleza que pueden emerger de un hombre caminando, una puerta que se abre, alguien que cruza las piernas, una puesta de sol. Una estética de la imagen-tiempo que sitúan a este genial autor en la genealogía de Bresson, Tarkovski, Angelopoulos, Erice, Costa, y demás dioses del cine metronómico.
Como digo, "The Turin horse" me parece su trabajo más redondo, aquel en el que su característico pathos solemne y contemplativo, denso y tenso incluso en los momentos más estáticos, se cincela en las proporciones más armoniosas: un guión escuetísimo donde el discurso más profundo es el silencio, trabajadísimos planos secuencia en los que los movimientos de cámara se coreografían como un ballet de acontecimientos que así se resvelan trascendentes, y una fotografía seca y tenebrista que poetiza bellamente la dignidad estética de lo póvera. Un tipo de cine muy sensorial, que funciona como hipóstasis de estados de ánimo capturados a través de la sensación y no tanto de la narración: el escalofriante plano inicial* (un caballo atravesando penosamente una huracanada tormenta) anuncia lo que serán más de dos horas de imágenes evocadoras y voluntariosamente profundas, un festín estético y ético, la consecución final de la obra maestra del que quizás sea el más dotado de los formalistas contemporáneos (al menos de lo que ha llegado hasta mí).

* Comparen este majestuoso plano inicial con la bochornosa pedantería de la escenilla videoclipera con la que Von Trier abre su mediocre "Melancolía". La engolada y vocinglera histeria autorial del danés queda como lo que realmente es, formalismo salchichero para clases medias, mientras Tarr consigue, con sobriedad y contención, una de las imágenes más sugerentes y trágicas de lo que Von Trier podrá soñar jamás. Si Bela Tarr es un Haiku (rigor, misterio y detachement), Von Trier es una canción de Raphael (histrionismo, falta de sutileza y de profilaxis). IMHO no hay color entre uno y otro autor.



Primer
Shane Carruth, 2004

I fucking love anglo pop cinema. Los británicos tienen un genio inigualable para retratar con mucha puntería ciertas sordideces del mundo contemporáneo: un clásico como "The office" es, bajo su apariencia cómica, un negrísimo y trágico fresco de las malsanas relaciones interpersonales en el tétrico mundo de las oficinas. Y, pese a ser un film sorprendentemente americano (siendo su regusto absolutamente bruttánico) en esa tradición inscribiría yo una rareza tan brillante como esta "Primer", una soberbia y contenida película de ciencia ficción cuya atmósfera, pesada y angustiosa, funciona magníficamente como alegoría emocional de la vida en la oficina, donde siempre es entretiempo, interludio. Protagonizada por dos investigadores hambrientos de éxito, permanentemente uniformados en (sudorosa) mangas de camisa, "Primer" hilvana una enmadejada trama de saltos temporales a rebufo de una máquina por ellos inventada, en un argumento no muy distante al de la estupenda (y muy reconocida internacionalmente) "Los cronocrímenes" de Nacho Vigalondo, restándole comicidad a la fórmula pero abismando el componente existencial. Pero si en "Los cronocrímenes" el ambiente pastoral y el tono cómico parecía un divertimento de montaje de ingeniosa composición geométrica, esta es una obra mucho más tenebrosa, sórdida y compleja aunque el subtexto fantacientífico sea casi el mismo. Como digo, lo que mejor funciona en esta película ya clásica es su desconcertante deconstrucción del tiempo cronológico, que enjaula a los protagonistas en una opresiva ucronía donde el reloj parece atraparles en un círculo vicioso de tedio, bostezos y angustia del que no pueden escapar.
"Primer" es una deliciosa modernización del realismo sucio filtrada por el sentido angustiosamente paradógico de la realidad patentado por Phillip K. Dick: algo así como el cruel teatro del absurdo que era "The Twilight Zone" (cuyos argumentos solían situar al hombre contemporáneo en trágicas e inexorables trampas del destino), puesto al día para el contexto de nuestra vida metropolitana. El tipo de cine de ciencia ficción inteligente que satisfará incluso a los no aficionados al género, pues la sutileza de su descripción de los estados psicológicos, la brillantez de la ambientación y las prestidigitaciones del tempo narrativo trascienden en mucho la épica y pintoresquismo habituales en este tipo de cine.



La Leon
Santiago Otheguy, 2007

El cine de temática (de temática gay, entiéndaseme) suele producir unas castañas infumables: ora moralina bienpensante para legitimar el amor intragénero a ojos de la clase media, ora comedietas chorras idealas para urbanitas multicultis adictos al iphone y a Rihanna. Tengo la sensación de ser el único gay al que "Priscilla reina del desierto" le parece una tontería integral, o al que "Cachorro" le resulta una cursilada diseñada para satisfacer únicamente al sector PRISA-oriented de Chueca (la gran utopía homocapitalista europea). Por eso, cuando uno se encuentra con un film rosa medianamente interesante, lo recibe como agua de mayo: esta La leon, estrambótica fábula autista de ambientación rural, pese a ser sólo muy tangencialmente una peli de temática, consigue llevar la poética rosa a un territorio cinematográfico que apenas había sido explorado en este tipo de historias amatoriales. Un cluedo claustrofóbico y a cara de perro que remite sin reservas al cine autorial europeo de los 70 del tipo Saura, Polanski o Fassbinder.
Extremadamente manierista en su lenguaje (el diseño de arte y la fotografía son prodigiosos), su director consigue una narración elegantísima en sus silencios, donde los personajes (atrapados en una opresiva soledad compartida) han optado por la auto ocultación como la única estrategia de supervivencia posible en un contexto de penurias, caciquismo y dictadura de las masas. Personajes que se pasan la película a la defensiva, ocultando sus cartas, guardándose de expresar sus intenciones y voluntades, en una atmósfera aparentemente plácida pero realmente diabólica en la medida en que esa tranquilidad tan tensa obliga a que todo el mundo esté permanentemente en guardia. Los que hayan visto algún film de Lucrecia Martel entenderán a lo que me refiero.
No obstante, ese universo sórdido y pobre ofrece puntuales momentos de redención a través de placeres fugaces y mundanos que son lo único que alienta a los protagonistas a seguir hacia adelante. La acción, que transcurre alegóricamente en un microcosmos insular, va cociendo a fuego lento una tragedia que inevitablemente habrá de explotar en la catártica coda final, cuyo componente rosa no aclararé por aquello de no spoilear el film. En su decurso, la película va regalando bellísimas imágenes de mística casi panteísta, donde el silencio da voz a la potencia comunicativa (mucho más enigmática, pero también poética) de los gestos, las miradas y las posturas. Una semiótica compleja y opaca que obliga a los protagonistas a descifrar constantemente las señales de humo que les va presentando el mundo, y que sólo pueden ser comprendidos y respondidos desde el amor.
Una magnífica aunque a veces titubeante película que hará las delicias del público hetero, pero también del gay con un pie en el armario. El film es la reminiscencia de historias que todos hemos vivido en mayor o menor medida, a menudo en el secreto de nuestra soledad compartida.



Canino
Yorgos Lanthimos, 2009

Termino con esta vibrante y emocionante film, en el que la reflexión semiótica es ya absolutamente central, el eje sobre el que pivota toda la historia. Historia que revive un género añejo y en aparente decadencia: el del surrealismo como arma crítica contra la burguesía, que en el pasado produjo clásicos tan memorables como El discreto encanto de la burguesía, La grande bouffe o incluso Tras el cristal.
El punto de partida no es nuevo: un padre excesivamente receloso de la educación de sus hijos, confina a estos en un encierro doméstico desde su nacimiento, de tal manera que el conocimiento del mundo que tienen los ya-no-tan-niños está viciado del totalitarismo inherente a toda endogamia. Se trata del concepto "microcosmos opresivo" llevado hasta sus últimas consecuencias, en el que lo más potente son las entrañables suposiciones que los protagonistas se hacen de lo que es el mundo a su alrededor: su lenguaje, completamente reprimido, es una ingeniosa y a la vez patética herramienta para aprehender el mundo de manera necesariamente precaria por la censura paterna, y sus delirantes aproximaciones al sexo, la alimentación o las filiaciones familiares remiten con mucha frescura a una lectura muy divertida de Samuel Beckett. No obstante, el equilibrio inestable conseguido por el padre con el encierro de sus hijos, deviene tragedia en cuanto el ansia de saber de éstos les lleva acuestionar su peculiar "caverna platónica" y les empuja a morder la manzana envenenada que es el cuestionamiento de los misterios del mundo exterior. Plagado de ocurrencias hilarantes, momentos de absurda tragicomedia y atrevidos sobresaltos narrativos, "Canino" es una estupenda metáfora de la noosfera como construcción lingüística recibida (y luego coproducida) que puede ser leída en clave kantiana, saussuriana o foucaultiana. Poliédrica en sus hechuras y su sentido (es a la vez comedia, cine político y tragedia), ambigua moralmente en su enjuiciamiento de lo que cuenta (el tono no es utópico ni distópico) y profusa en momentos para el recuerdo, la frescura de su guión ofrece un saludable y sustancioso festín de ocurrencias que conjugan ternura (la candidez del punto de vista de los protagonistas, encerrados en su propia historia) y horror (nuestro punto de vista exterior, desconcertado por los chispazos de alegría que dispone el planteamiento). Una película rara pero no tanto, que reflexiona con valentía y astucia sobre un tema tan importante aún hoy como es el de la alienación, sin diluír ni simplificar moralmente la complejidad de esa problemática.