Photobucket

martes, 12 de abril de 2011

Observer 25 #12: Godlike Productions

"



We want to be the band to dance when the bomb drops



"

Simon Le Bon, cantante de Duran Duran





1.

El año pasado, cuando estudié historigrafía del arte, me resultó muy sorprendente comprobar que al menos desde el Renacimiento, el arte y la literatura han sido siempre, de manera inconsciente pero con ímpetu voluntario, escandalosos. Uno podría figurarse, en retrospectiva imaginaria, que todo transcurría plácida y armónicamente en el siglo XVII por ejemplo, que las diferentes novedades culturales que iban apareciendo (hoy clásicas) eran saludadas en su día como saludables, innovadoras, necesarias, que el diálogo intergeneracional entre maestros y discípulos era mucho más suave y respetuoso que ahora, y que, en fín, "lo cultural" era un placer.
Nada de eso: leyendo a los viejos historiadores que narran cómo se vivían los movimientos culturales en tiempo real, uno se da cuenta de que desde siempre los artistas han estado a tortas entre sí, practicando con saña el arte de la polémica y el escarnio, acusándose y faltándose al respeto mútuamente, y en actitud de beligerancia absoluta hacia todo lo que desentonase con las propias creencias personales. Miguel Angel y Rafael, por ejemplo, eran dos divas gruñonas y enemistadas, cuyos insultos, piques y rencillas han alcanzado la categoría de legendarias. El Renacimiento fue en su tiempo un gigantesco escándalo ante los atónitos pintores medievales, como escandalosos serían luego el barroco, el neoclásico, el romanticismo, el realismo, las vanguardias, cualquier tendencia artística que hoy nos parece aburridamente conservadora fue en su día pasto de la polémica. Puede que incluso ya en Altamira nuestros antepasados se enfrascasen en ácidas polémicas sobre el modo en que debían representarse los animales en las paredes de la cueva. No estoy contando nada nuevo: esta idea viene a ser un trasunto del "El malestar en la cultura", ese escandaloso ensayo freudiano en el que el vienés refiere esta connatural beligerancia de los artistas al hecho de que somos animalitos pulsionales que viven lo cultural como una camisa de fuerza que el arte pretendiese destruír, y que por tanto sitúa en el corazón mismo del impulso artístico la voluntad rupturista. A base de escándalos.




2.

Seguimos para bingo. La misma lógica de este proceder (el escándalo ante lo radicalmente nuevo, como objetivo de la idea misma de novedad) deriva en otra de las más habiuales tradiciones del pensamiento estético, que en la modernidad y más significativamente desde Hegel, ha devenido un lugar común omnipresente: especular con, o mejor dicho afirmar, la muerte del arte. Hoy en día, afirmar algo como "el arte está tan vivo como siempre" pareciese una sandez, una idea intolerable (escandalosa) porque la realidad de los hechos nos mostraría la evidencia irrefutable de que el arte se nos muere: es casi una frase protocolaria entre culturetas.
Este aforismo, como digo, tiene ya un par de siglos de vigencia, como si por deducción de la metafísica nihilista se llegase a la certeza de que lo artístico ya no tiene sentido y asistimos, por tanto, a sus últimos y estériles espasmos finales. En tiempos de Picasso ya se podían leer este tipo de afirmaciones, ubicuas en todo tipo de contextos y líneas de pensamiento: las mil variantes herederas del hegelianismo aseguran el óbito de lo artístico, los marxistas indirectamente creen ver la decadencia y ocaso del viejo Arte, Baudrillard hablaba de ese tema en una entrevista, la escuela de Frankfurt hacía mil cábalas sobre la inevitable implosión de lo artístico con la llegada de la máquina (y su momento cumbre: Auschwitz), Walter Benjamin y su requiem por lo aurático, muchos arquitectos modernos afirmando el advenimiento de una pura objetividad científica...
Hasta cierto punto y muy paradójicamente, el arte lleva un par de siglos utilizando su hipotética muerte como motor principal para seguir evolucionando. Pareciese incluso que el arte contemporáneo estuviese recorrido por una gozosa y quizás malsana voluntad suicida, como empapada por extraños complejos de culpa, como si el harakiri definitivo de lo Artístico fuese el único "punto de llegada" posible al que estuviese abocada la historia misma. La muerte del arte es, casi siempre, saludada como una forma de liberación, como un paso hacia adelante en la evolución humana hacia una civilización más depurada en la que los hipotéticos objetivos fundamentales del Arte hubiesen ya sido trascendidos.
En cualquier caso, el arte sigue ahí, mutando ad eternum, autoempujándose al vacío, buscando su propia muerte y no encontrándola nunca. Hay algo de muy cómico en eso de "la muerte del arte", eterna hipótesis esperando ser confirmada.


3.

Cambio de tercio, estirando el chicle sadomasoquista que, sorprendentemente, ha sido desde siempre muy fértil en lo que a cultura se refiere. Del mismo modo que el combustible de lo artístico es desde hace dos siglos la fantasía de su propio fín, la Historia en general ha especulado desde siempre con su punto final: el Fín del Mundo. De hecho, la línea de pensamiento que se dedica a investigar las condiciones en que tendrá lugar ese esperadísimo armaggedon final de la civilización humana, es tan antigua como el hombre: se trata de la escatología y, al parecer, todos los imperios más poderosos de la edad clásica tenían su propio elenco de apocalípticos: Griegos, Egipcios o Romanos tenían entre sus más ilustres filósofos a aquellos que, sin pelos en la lengua, describían minuciosa y puntillosamente las características que habrá de tener ese catacrocker global que nos borraría de la faz de la tierra.
Luego, claro está, vendría el cristianismo con su gran best seller, cuyo capítulo final marcaría la historia de occidente durante veinte siglos: el Apocalipsis, episodio final del Nuevo Testamento y que, no lo olvidemos, no era ninguna metáfora, ni simbología ni alegoría. El Apocalipsis estaba considerado una profecía, y por tanto lo que allí se cuenta no son meras figuras de retórica literaria, sino la descripción quirúrgica y detallada del muy hollywoodiense Juicio Final que ellos consideraban perfectamente futurible.
Insisto en que ese tipo de especulciones tremendistas no eran mera "literatura" fantástica: producían miedo REAL en la gente, que las vivía como anuncios de algo inminente. Recuerdo unas cartas de Graham Greene en los 50 en los que el escritor expresaba su terrible pánico al fín del mundo, al haber aparecido por aquella época las primeras bombas atómicas: la existencia de aquellas armas mefistofélicas angustiaba a los ciudadanos, que no dudaban de que con semejante capacidad destructiva, el mundo estaba condenado a desaparecer calcinado en pocos lustros. Aquellas cartas de Greene expresaban un miedo real, una sensación muy honesta de estar viviendo justo en los instantes previos al fín de la humanidad. 40 años después, aquí seguimos, sintiendo que el apocalipsis está a la vuelta de la esquina.
Cada cultura tiene su metafísica, y cada metafísica su versión del apocalipsis: es, de nuevo,otra entrañable tradición histórica de los humanos, que siempre han gustado de vivir con la mosca tras la oreja ante los signos que anuncien que se acerca el esperado Momento Final de la Historia. Ese miedo es, como en el caso del arte, un motor que permite a la historia mutar, huír de sus propios peligros, reinventarse a medida que intenta esquivar en cada momento el apocalipsis que se anuncie en el horizonte de cada período: para las culturas agrícolas el apocalipsis sería una gran plaga, para los pescadores algún horripilante evento submarino, y para la cultura contemporánea, urbana y global, el apocalipsis habrá de ser algún tipo de cataclismo planetario, científicamente cuantificable pero impredecible.





4.

Si en la Atenas de Pericles ya había agoreros tremendistas que advertían a sus congéneres de la llegada de un espantoso y terrible colapso, hoy en día y con todo lo que pasa, no iba a ser menos: la escena apocalíptica es más fértil que nunca. En coincidencia o no con la cacareada profecía Maya de ese ilusionante Ocaso que se produciría en 2012, hoy en día cada vez son (somos) más los que viven placenteramente angustiados con la sensación de que el mundo se acaba, de que estamos asistiendo a sus estertores finales, y que tendremos el privilegio de asistir en real time y en nuestras propias carnes ese maravilloso Día del Juicio Final en el que la humanidad se vaya finalmente a la mierda. Hoy, claro, el apocalipsis es pop.
Un apunte: Naomi Klein ha hecho fortuna con su teoría de la "doctrina del shock", que ya conoceréis, y en la que elabora una teoría completamente conspiranoica (saludablemente conspiranoica) conforme a la cual los poderosos utilizarían instrumentalmente ese genético pavor humano para mantener a la ciudadanía impasible, quieta, sumisa y presa del miedo. Esa tesis es la opuesta a lo que quiero exponer hoy: el miedo puede ser liberador,una energía revolucionaria, no llevar a la inacción sino al movimiento, y un catalizador de líneas de fuga capaz de dar al traste con las mayores fechorías de las que son capaces los mandamases de la Casta.
Pongo un ejemplo, volviendo a las cartas de Greene: precisamente el pánico nuclear que describía este hombre fue lo que permitió desarrollar un recelo social ante la energía nuclear que, en última instancia, ha impedido su mayor proliferación y nos ha mantenido a salvo de sus peligros durante unas décadas. Su miedo excedió lo prudente para volverse beligerante, y desde la beligerancia consiguión transformarse en fuerza activa destinada a cambiar el mundo.
El ecologismo, por ejemplo, es un sistema filosófico completamente apocalíptico: el fundamento del que deducen toda su ética es el hecho de que si no cambiamos el chip social, el mundo se acabará pronto. Es una filosofía del miedo, pues. Y de un miedo que, contradiciendo a Klein, no deriva en la pasividad sino en la fuerza social. Cuanta más gente asustada haya, más fuerte será el ecologismo.
Supongo que esta es la metodología del pensamiento negativo que ha alimentado toda la tradición (cada vez más necesaria) de la distopía y, desde ahí, el pensamiento de freacos como Nick Land: ponerse en el peor de los escenarios posibles, y desde ahí mover ficha.


5.

¿Quién no ha disfrutado con la belleza de las escenas más espectaculares de las pelis de Roland Emmerich? El cine catastrofista contemporáneo nos ha ofrecido algunas de las imágenes más potentes e intensas salidas de Hollywood últimamente, que nos han permitido experimentar el placer perverso de recrearnos en la belleza del fín del mundo, en la evolución lógica del magnífico cine post-nuclear que se hacía en los 80 (sobre todo en cochamborsas productoras italianas de serie Z, que en la era Reagan hicieron su agosto mediante pelis que transcurrían en planetas devastados por armas atómicas). Tenéis una lista de las más significativas películas apocalípticas aquí: soy un gran aficionado al género, que de niño consumía a través del videoclub de mi pueblo, y las recomiendo todas.
Pero no sólo soy un aficionado: soy un doomtard. Este término en slang es el apócope de doom y retarded, y se utiliza en los foros americanos para referirse a los frikis que creen ver un Fín del Mundo detrás de cada nueva noticia más o menos desconcertante, permanentemente obsesionados con la posibilidad de que se produzca un terrible cataclismo a la vuelta de la esquina. Hay muchos foros conspiranoicos, pero mi favorito es el más extremo, el más radical y delirante: el Godlike Productions, simpatiquísima red social en la que se reúnen doomtards de todo pelaje para compartir sus angustiosas profecías.
Cuando entras en el principal de Godlike y echas un vistazo a la lista de los hilos, la sensación es la de que están pirados: rayos de positrones, neo-Atlántidas, encuentros UFO, profecías estrambóticas de sectas inexistentes, oscuras artimañas judías, teorías conspirativas, HAARP, chemtrails... Los que postean son parias de todo tipo, que incluyen desde outcasts sin oficio ni beneficio a científicos desencantados, cisnes negros, oficinistas amargados o catedráticos en parapsicología. El único punto en común en tan variada fauna es su creencia compartida en que, de uno u otro modo, el fín del mundo ya está aquí.
Pero, contradiciendo a alguien tan poco informada como Naomi Klein, los doomtards no temen a los terroristas, ni al "eje del mal" ni a los "rogue states": a lo que más miedo tienen es a los gobernantes, a los poderosos. Su miedo no es el miedo del shock que le convendría a los republicanos, sino, en una nueva vuelta de tuerca, el miedo al hecho de que nos quieran infundir miedo. Godlike es una red social antisistema, y detrás de cada cataclismo anunciado están siempre, de una u otra forma, las grandes corporaciones (por mucho que se las quiera travestir de versión peliculera mediante figuras como Illuminati, Reptilianos o Sionistas, el enemigo de Godlike son siempre los poderosos).
El encanto de esta página es, pues, que se trata de una versión esquizofrénica y delirante de la escatología cristiana utilizada como herramienta política: en última instancia y en su lenguaje esquizo, es un foro político, en el que el recelo y hartazgo ante el sistema toma forma en esas especulaciones extrañas que son, vuelvo al principio, la versión moderna de "El malestar en la cultura".
Y no siempre son tan delirantes: en el caso de Fukushima, en Godlike han desmentido desde el principio la versión oficial y han proporcionado un montón de pruebas (videos, webcams, medidores de radiación, fotos...) de que al gran capital que hay ahí detrás, no le interesaba para nada que entrásemos en la fase de "shock" que, según Klein, interesaría a los poderosos: de no haber existido tanta gente asustada, tantos doomtards, probablemente el gobierno nunca hubiese reconocido que el accidente es equiparable a Chernobyl y que el desmantelamiento de la central llevará varias décadas, con la consiguiente zona de exclusión humana. En este asunto, foros como Godlike han metido un golazo por toda la escuadra a la señora Klein y a los lectores petit bourgeois a los que van dirigidos sus libros: su miedo ha ejercido como fuerza de presión informativa que ha tenido a TEPCO contra las cuerdas.



No me extiendo más: resumo reconociendo que soy un doomtard (bueno, en España nos llaman madmaxistas, pero prefiero la versión inglesa ya que es más ofensiva y despectiva) porque sé que no nos dicen la verdad, como ya han demostrado mil veces, y porque creo que si no movemos ficha el fín del mundo está a la vuelta de la esquina. Ese miedo es (cuando menos en potencia) pura energía revolucionaria, la gasolina de los cambios sociales, la excusa para promover la caída de los valores que nos llevan al colapso, propia de aquellos que no sabemos cómo queremos que sea el mundo, pero sí sabemos cómo no queremos que siga siendo.

Hay algo muy bonito y poético en toda esta escena apocalíptica,porque al final de lo que se trata es de una gran metáfora: lo que esperamos no es el fín del mundo en sí, sino el fín del mundo tal y como lo conocemos. Y es, por tanto, una puerta a la esperanza ñoña de que otro punto sea posible. Al final, como subtexto de toda distopía alarmista, hay una utopía en positivo, que surge como el molde en negativo de todos los terrores que debemos ir esquivando.




3 comentarios:

  1. Completo el post con unos apuntes autobiográficos:
    evidentemente,para ser un doomtard hay que estar disconforme con la vida que uno lleva.Alguien que esté encantado con cómo le van las cosas no se va a preocupar por ningún asunto político serio, y mucho menos será doomtard. Yo eso lo vivo en mis carnes cada día: mis conocidos se dividen entre aquellos a los que les van bien las cosas (y que por tanto consideran ridículo y de locos interesarse por esos asuntos, propios de "pirados"), los que les va bien pero tienen miedo al futuro (en cuyo caso se convierten en "espectadores en la sombra" de ciertos acontecimientos) y los que les va mal, que están como locos cada vez que oyen hablar de un colapso mundial.
    Un psicoanalista probablemente diría que el rollo doomtard es una represión psicótica inconsciente que, frente a la imposibilidad de asumir la propia frustración personal, hace que el sujeto se construya una teoría delirante que sirva de placebo. O sea: el doomtard es alguien que no tiene esperanza. Personalmente, es verdad que en este momento de mi vida no tengo ninguna esperanza, y que todos los horizontes positivos que puedo vislumbrar pasan por algún gran cambio social que, en resumidas cuentas, sería en un sentido y para mucha gente, un cataclismo.
    Pero al mismo tiempo, tengo la sensación de que este "pesimismo" es una energía muy vivificante (tanto como mortificante, es verdad) y que al final se trata de un juego de poder, un juego de resistencia, de contra-poder... No sé. Está claro que, cuando tenga la sensación de que me van bien las cosas, dejaré de ser un doomtard. Eso es así, es inevitable, lo he visto en todos los que me rodean y en mí mismo también.

    ResponderEliminar
  2. tamos en twitter haciendo el panoli:

    http://twitter.com/madridistaateo
    http://twitter.com/defensaindia

    ResponderEliminar
  3. El fin del mundo sería este.

    http://rosariofatima.wordpress.com/2013/10/02/la-segunda-parte-del-apocalipsis-los-libros-3-y-4-de-esdras-en-espanol/

    ResponderEliminar