lunes, 11 de octubre de 2010
Arte emergente #8: Monumento íntimo
Encontré de segunda mano un librito muy intersante, llamado "Lo Real de Freud", una recopilación de ensayitos psicoanalíticos que viene a ser una especie de reconstrucción de las piezas de una hipotética filosofía política dispersa en los fundamentales "Más allá del principio del placer" y "El malestar en la cultura". Pese a que estoy suficientemente guattarizado como para seguir creyendo en la doctrina freudiana, lo cierto es que su discurso todavía encaja con una coherencia absoluta, incluso en trasuntos a priori tan ajenos a los principios de la psiquiatría como pueda ser el análisis político. Y es que el modo en que sus seguidores fundamentan y explican los problemas sociales constituye un discurso que funciona la mar de bien: en resumidas cuentas, lo que dicen es que somos una especie demasiado condicionada por su endémica "pulsión de muerte" (atracción por el mal rollo, vaya) como para que podamos plantearnos en serio una sociedad justa, racional o siquiera pacífica. En lo más profundo de nuestros cuerpos biomecánicos seguirían latiendo pulsiones de lo más salvajes y maléficas, y en el siglo XXI seguimos siendo más bruttos que un arado.
Pero no nos deprimamos: si comento el libro es por una frase magistral que aparece citada, perteneciente a un ensayo que no he leído ("El Yo y el Ello"), y que más que de la pluma de Sigmund parece salida de cualquier manifiesto materialista:
"El Superyo es el monumento que conmemora la primera debilidad o carencia".
Ojito con el enunciado, porque tiene tela: en 12 palabras consigue resumir con precisión uno de los conceptos más arduos del pensamiento del vienés, y por extensión define toda la dinámica que para la mente humana proponía el psicoanálisis. Prodigiosa. Pero la frase resulta especialmente sugerente si le damos la vuelta y nos olvidamos de la psiquiatría: Freud identifica el superyo con una figura arquitectónica que no hay por qué tomar como metáfora. El monumento, ahí está, en el centro de gravedad del aforismo, entre "superyo" y "conmemoración": deconstruyamos la oración y supongamos que "monumento" no es el objeto de referencia, sino una especie de sujeto invertido. Esta triple asociación de ideas puede interpretarse como una definición de la monumentalidad, sin duda la más radical y diría que "violenta" que he leído, en su parente elegancia fría. El hecho de que Freud utilice al monumento como figura paradigmática de la instancia moral (ni más ni menos que el superyo, la figura más sórdida y dictatorial de la psique), supone una reflexión interesantísima si somos capaces de llegar al núcleo de lo que nos está diciendo, sobre todo para aquellos que tengan unas mínimas nociones de cuál es el papel y la función del Superyo en el pensamiento psicoanalítico: es la principal instancia moral, es la ley y todo el aparato legislativo, ejecutivo, judicial y penal que orbita a su alrededor. Como bien reconoce Freud, el monumento es una conmemoración (es un apelar a la memoria), pero como diría Deleuze no lo hace de manera representativa, festiva, simbólica: la conmemoración es en sí misma una actividad activa, positiva, que produce realidad. El monumento no es fotográfico, no es un recuerdo; es un agente activo en el espacio, es dinámico, su monumentalidad le dota de vida: tiene un programa y una misión que cumplir. Y esa función no puede ser otra (en cuanto que instancia superyóica) que legislar. A muchos niveles, el monumento es una instancia del poder, que despliega su código moral en la ciudad a través de figuras (no sólo simbólicas) monumentales. No sé qué dirán los marxistas de los monumentos, pero intuyo que los identidicarán con aparatos ideológicos superestructurales y alienantes de lo peor; pero si nos ponemos radicalmente inmanentistas, el problema de lo monumental no es superestructural, sino efectivo, ejecutivo. No sólo es la ley, sino su puesta en práctica.
Identificar el monumento (como objeto de culto) con ese poder alienante que se efectúa a través de la dictadura sobre lo simbólico, no supone una teoría demasiado arriegada. Todo monumento lleva inscrita una leyenda más o menos explícita (una victoria bélica, la residencia de un rey, la princesa ahogada en el estanque, el abad que transcribía a los escolásticos, los huesos de la cripta, las 9 copas de Europa) que es el agente efectuante de su monumentalidad: la leyenda vehiculada es lo que transubstancia un mero edificio (no siempre antiguo) en "la voz de un pueblo". Pero Sigmund recurre al verbo "conmemorar" como el proceso a través del cual el monumento es capaz de incidir sobre el presente, de ser activo, de ser fábrica. Todo en el espacio humano es debatible y cuestionable, excepto el monumento, que goza de inmunidad urbanística y excepcionalidad cultural. Sobre el plano de la ciudad, sus trazas son el imperio innegociable de esa entidad aterradora y omnívora que es "la voluntad del pueblo", sus fetichismos ideológicos, los fantasmas de su autoengaño, el "ideal de sí" popular como discursdo aparentemente inocuo, camuflado en ese caballo de Troya del capitalismo salvaje que es la cultura del turista, el panoli posmoderno definitivo.
¡Qué gran ocurrencia la de Freud, al equiparar superyo y conmemoración! Con ese gesto anima al monumento, lo estrae del limbo estático de lo simbólico y lo pone a funcionar. Creo que era Sartre el que decía que el Superyo siempre es el de los demás, y en la lectura que nos ocupa su reflexión es meridianamente certera: el monumento y sus fastos nunca son algo privado, íntimo, algo en lo que creamos o sintamos sinceramente. El culto al monumento es (brillante consecuencia implícita de "El malestar en la cultura"), algo que hacemos a regañadientes, con falso interés, por sentirnos menos solos. La verdadera monumentalidad de cada uno está en otros lugares: hay que autopromoverlos, fabricarlos,construirlos. Mi monumento en Zaragoza no es el Pilar, sino la casa de mi hermana. Qué me importan a mí las Burgas, teniendo en Ourense tantos lugares personales que conmemorar. ¿Qué despierta más filiaciones, el Palacio Real o el Santiago Bernabéu?
Los monumentos son fetiches espaciotemporales, convendría que cada uno inventase su propio patrimonio monumental en base a las leyendas íntimas y personales, y no dejar que sea "la sociedad" (ese infierno que son los otros) quien decida a qué conmemoraciones debemos plegarnos, ni qué leyendas históricas nos definen.
Uno de los principios del psicoanálisis es liberarse de las ataduras morales patológicas mirando de tú a tú a nuestro superyo, plantándole cara y si es necesario ninguneándolo, y sería interesante que hiciesemos lo mismo con los monumentos: olvidar los que nos han impuesto, y autorpomover otros que de verdad signifiquen algo para nosotros; la casa de un amigo, el portal donde diste tu primer beso, los retretes del garito de tu adolescencia. Espacios vivos, que conmemoren el recuerdo sagrado y privado de los momentos más significativos de tu vida. ¡Qué hipocresía la de la UNESCO, que monumentaliza ciertos espacios pensando únicamente en pintoresquismos, y nunca en los verdaderos hitos de la memoria! Los misántropos estamos obligados a disentir, y plantear nuestro propio Patrimonio de la Humanidad.
Una última cosa: efectivamente, el monumento es el gran fantasma superyóico de la arquitectura, una figura absolutamente fálica: el monumento sobrevive al tiempo, y eso es siempre lo máximo a lo que puede aspirar un proyecto. Entrar en la memoria de la gente. Por eso, quién sabe, quizás cada minúsuculo proyecto de todo arquitecto está pensado con la voluntad secreta de convertirse en monumento. Cosas del superyo: como decía implícitamente Freud, una aspiración muy humana es la de trascender la muerte perpetuándonos a través de nuestras obras, reencarnándonos a través de un "monumento".
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El único monumento acongojante es el universo. Otro gordo es la naturaleza salvaje. Y después vienen los cachivaches humanos que sirven para manipular su propia voluntad en aras del status quo (un presente que siempre se escabulle en las rendijas del delirio de su omnipotencia, por decir algo suave).
ResponderEliminarA Freud, como a tantos otros inteligenticientíficos, la soberbia de su "método" es la que les borra de la memoria. Toda innauguración conlleva la expectativa de una desaparición. La ilusoemoción de una duración. Pero, efectivamente, necesitamos soberbios monumentos sobre los cuales erigir nuestros monumentos subjetivos. Alzarnos sobre los hombros de esos gigantes para sentir su vértigo. Tal vez para otear el horizonte. Pero no para vivir en el ensimismamiento de lo que se "adivina" desde allí, en detrimento de nuestra subjetividad "terrenal" de corta duración. El medievo y el siglo XX ya pasaron a la "Historia" como tal "Histeria". Ahora quedan otras histerias, pero no tienen pinta de que consigan formar otra Historia. Afortunadamente, supongo.